Si uno acepta que la comunicación inmediata y directa con alguna divinidad o un ente espiritual superior, pero inmaterial, se denomina misticismo, entonces la novela de John Connolly, El ángel negro (2011), es un manifiesto místico. Pero, contrario a la mística religiosa que busca la comunión del mortal con lo sagrado en busca de la virtud, Connolly describe con narrativa trepidante cómo criminales psicópatas andan tras el éxtasis para concordar con la esencia del mal.
En esta obra, como en otras de Connolly, la violencia material y simbólica es la materia prima para sus tramas. Tan iracundos y furiosos son los delincuentes, como quienes los persiguen; parece que no existen barreras entre el bien y el mal o entre la virtud y el vicio. En su narración no hay una separación tajante entre los "buenos" y "los malos". Para los primeros la ley es sólo una referencia para fijar los límites de sus acciones, no de su moral; para los segundos, es el conjunto de reglas que imponen los poderosos para mantener su dominio sobre la sociedad y los bienes que producen; por ello no la conocen ni la respetan.