La vieja ciudad de Berlín estaba siendo azotada por la lluvia, las luces de la ciudad no hacían más que dar un imagen de nostalgia de tiempos que no volverán jamás, las calles estaban casi vacías, los únicos que se atrevían a recorrer sus caminos en la lluvia, eran los hombres grises, que no disponían de tiempo, ni para procurarse a ellos mismos, los automóviles, ahora eran limitados en su capacidad de moverse, el tiempo parece haber dado una cierta tregua a sus esclavos, hombres que por unos instantes estaban libres del tiempo.
Los rostros de las personas que se cubren de la lluvia parecen tener la misma expresión de agobio y de desesperación, lo que obliga a muchos a repensar su espera, como si hubieran perdido su capacidad de asombro ante los grandes fenómenos, entre un pequeño grupo que se esconde de la lluvia en una lona de una tienda de un restaurante, está Hegel, que espera ansioso por el termino de la lluvia o una perdida en su intensidad, tiene una cita, tres conocidos lo esperan, para su partida de ajedrez semanal. Y no hay nada mejor que encontrarse con sus amigos.
Por fin la lluvia fue cediendo poco a poco, nuestro actor, alza la vista, como revisando que el cese no fuera una tregua temporal, se aleja poco a poco del grupo de entes anónimos, se centra en sus pasos, camina con el mismo ímpetu con el cual escribe, revisa su reloj: está retrasado por diez minutos, se arregla un poco la gabardina, llega por fin a la calle de su destino, se dirige a un pórtico viejo con acabados en caoba y barniz, llama a la puerta.
En la espera, Hegel revisa de nuevo su reloj de bolsillo, por fin alguien contesta, se trata de su viejo y querido amigo, Max Weber, el cual lo recibe con un caluroso abrazo.