ISSN- 2007-5758

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Conjugar las emociones: del “yo” al “nosotros”

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Vanina Papalini*

 

Análisis de la configuración emotiva en los discursos sociales contempo-ráneos en términos de “estructura del sentir”, concepto del que se retienen sus componentes socioculturales: tono y restricción. En relación con el primero, se examina la psicologización de las relaciones, la revelación de los sentimientos y las narraciones biográficas. En relación con el segundo, se considera el papel de los manuales de autoayuda que pautan comportamientos y modalidades de expresión de las emociones. A fin de articular la dimensión subjetiva con los discursos sociales circulantes, se examina la modalidad que adquieren los procesos de identificación. Por último, se explora la relación entre la emoción singular y la acción en la esfera pública.

 

This article presents an analysis of the emotional configuration that appears in contemporary social discourses by using the concept of “structure of feeling” relative to its socio-cultural components: “tone” and “restriction”. The “psicologization” of relationships, the confession of emotions and the biographic stories are connected with the tone. The role of self-help handbooks is considered in terms of constraints to behaviors and emotional expressions. The modality in which the processes of identification develop is concerned with the articulation between subjective dimensions and social discourses. Finally, in this article the relationship between individual emotions and public actions is explored.

 

 

Introducción: emociones, subjetividad y campo comunicacional

Los estudios sobre medios y cultura masiva parecen retornar a algunas de las preocupaciones que les dieron origen. El despliegue de las emociones ha sido un eje esencial de las primeras teorías que escrutaron la constitución de la sociedad moderna: de Le Bon a Freud, de Ortega y Gasset a Nietzsche, la presencia de lo irracional encarnado en las masas estimuló los estudios de “gestión de las multitudes” y la necesidad concomitante de administrar las pasiones (Mattelart, 1996; Swingewood, 2003).

Los entonces recién nacidos medios de comunicación masiva parecían desempeñar un papel esencial en esta manipulación. Infundir temor, generar deseo, levantar el ánimo, exaltar el sentimiento patriótico, provocar indignación: el exagerado potencial de los medios era temido fundamentalmente porque suponía la capacidad de actuar sobre el plexo emotivo, desencadenando acciones no mediadas por la razón.

Conforme las investigaciones avanzaron, la valoración de sus hipotéticas influencias se atenuó. Una nueva luz sobre la recepción realzó la actuación de los públicos y sus operaciones electivas, hermenéuticas e intelectivas; el acento sobre los medios fue cediendo ante el peso que ejercieron las matrices sociales y culturales de la comunicación: así, las mediaciones de distinto orden ganaron espacio en las investigaciones hasta alcanzar el centro mismo de los paradigmas comunicacionales.

Quizá los recorridos en las ciencias sociales sigan siempre una trayectoria en espiral. Al calor de los debates contemporáneos, asistimos a un creciente interés por los temas vinculados a la subjetividad, en un movimiento del ethos al pathos que recuerda que la sociedad –entendida como una trama de relaciones sociales, y éstas como relaciones humanas– no se funda exclusivamente sobre la norma sino también sobre un orden sentimental: la moral es un constructo de doble faz, objetiva y subjetiva a un tiempo.

Así, los estudios de la comunicación son objeto de nuevas tensiones que exigen reconsiderar el plano subjetivo, regresando a sus interrogantes inaugurales desde un lugar distinto. La pregunta por las emociones se ha enriquecido al articular el dominio afectivo con las disposiciones y condiciones socioculturales heredadas de las teorías de la recepción.

Pero la cuestión de la subjetividad reintroducida en las últimas décadas no es patrimonio exclusivo de las ciencias de la comunicación; al contrario, es uno de los fundamentos –por defecto o por exceso– de las teorías de la posmodernidad. En un arco que va de la licuación del sujeto o su descentramiento a su exaltación, los postulados oscilan entre su desaparición y su retorno. Lo destacado, en todos los casos, es la emergencia de esta figura –sujeto, individuo, actor, agente e incluso persona–, que arrastra consigo una dimensión que le es inherente.

Prolífico, el tema de la subjetividad se esparce sobre una buena parte de los discursos sociales circulantes y anida en innumerables producciones culturales. No es que se trate de un virus escapado del laboratorio de las ideas: como observa Castoriadis (1993), tanto la ciencia como la vida social orbitan sobre el mismo centro: el de las preocupaciones del presente. Las ciencias de la comunicación, por definición atentas y sensibles a lo que ocurre en la superficie social, retoman y amplifican la misma formación discursiva. Dado que los científicos sociales abandonaron hace tiempo la ilusión positivista de ejercer una actividad incontaminada, es lícito conjeturar que en sus preocupaciones resuenan los ecos de los procesos sociales en marcha.

La imagen de la espiral denota, sin embargo, un recorrido que es propio del conocimiento, posibilitando una distancia entre los debates presentes y su tratamiento pasado, en el cual se demuestra el camino transitado. Aun cuando esto no signifique la conclusión de los problemas, señala el desplazamiento de las preguntas: así, mientras que las primeras teorías sobre la sociedad “de masas” anunciaban la construcción de un colectivo indiferenciado, un “ellos” –en el cual el observador no se sentía incluido–, las actuales lecturas pluralistas anuncian la constitución de un “yo” que prescinde –al menos aparentemente– de los condicionamientos sociales. Desde esta óptica, los grupos serían meras extensiones del sujeto (Lipovetsky, 1995) y la búsqueda especular del sí-mismo (Lasch, 1999) engendraría figuras, formatos y géneros en donde la identificación es inmediata.

Se plantean, entonces, nuevos problemas. Ni psicólogos ni sociólogos, los investigadores de la comunicación encuentran en el interaccionismo simbólico algunas pistas para interpretar las emociones, urdiendo una trama que va de los afectos y la psiquis a la estructura social. La educación de los cuerpos, la valoración simbólica de la expresividad, la introducción de normas, mandatos y modelos, son problemas que articulan de una manera efectiva la relación interior/exterior; yo/otro, individuo/sociedad, ampliando la tradicional díada comunicación/cultura (Schmucler, 1997) con la introducción del término “sujeto”.

Cultura/comunicación/sujeto, entonces, es un movimiento relacional que hilvana lo ya instituido con un movimiento de transformación gradual, incentivado por la mediación de agentes dinamizadores, que convergen en la conformación del sujeto.

Justamente en este punto, la reflexión transitada sirve de alerta: si el movimiento fuera sólo de las estructuras al sujeto, el resultado sería previsible; concluiría en un tipo antropológico “hecho a medida”. Explorar la dimensión subjetiva –una tarea ardua y aún pendiente en el campo– puede ayudar a trazar el movimiento inverso: sujeto/comunicación/cultura, aunque debe tenerse siempre presente que la fuerza de este proceso es inconmensurable con la del anterior. Y aún más: si la primera serie es normalmente verificable, la segunda es extraordinaria. Las resistencias –personales y grupales, solitarias y solidarias– son la excepción y no la norma.

Evidentemente, las transformaciones y rupturas son menos frecuentes que las inercias y continuidades. Pero existen. Las utopías plasman estos pensamientos aun cuando no sean ejecutados: sirven así como inspiración de la praxis. Ocasionalmente, la historia prueba que los seres humanos pueden reinventarse, apostando su imaginación radical en pos de la creación de otro mundo. Las transformaciones que intento describir, sin embargo, son menos profundas: están atadas al devenir histórico de la cultura.

 

Estructuras del sentir: una apuesta teórico-metodológica

En términos individuales y desde la década de 1990, la idea de “reinvención” personal es un hecho factible: este dato nada simple –que atañe a la identidad, redefiniéndola en términos primordialmente subjetivos– hace ostensible una sensibilidad especial, una autopercepción distinta, otra concepción de sujeto. La dimensión subjetiva, de la cual las emociones forman parte, se ha vuelto materia de análisis de los estudios de la comunicación y la cultura masiva porque se hace presente profusamente, en muchas y múltiples formas simbólicas contemporáneas.

¿Cómo debe interpretarse esta emergencia?, ¿como personalización y apropiación de los procesos sociales y de la comunicación pública o como autorreferencialidad narcisista?, ¿puede concitar cambios estructurales?, ¿es una emergencia disruptiva o simple reiteración de lo mismo?

Me propongo analizar la configuración emotiva de la cultura masiva contemporánea como una “estructura del sentir”.1 Como Raymond Williams apunta, el concepto se orienta a explicar la experiencia del presente.

Si lo social es siempre pasado, en el sentido de que siempre está formado, debemos hallar otros términos para la innegable experiencia del presente: no sólo para el presente temporal, la realización de esto y de este instante, sino la especificidad del ser presente, lo inalienablemente físico (Williams, 1997:150).

“La especificidad del ser presente”, es decir, del sujeto concreto, es física, está situada pero al mismo tiempo en devenir; es finita, perecedera: corresponde a un tiempo y se limita a un espacio; es una afección. Por eso, hablar de “sentir” no es exactamente lo mismo que referirse al sentimiento –la traducción del concepto de Williams en este punto es ambigua–:2 se trata de un “afecto” marcado por el presente y, en cuanto a la subjetividad, sólo inteligible en su tiempo.

Aun cuando este concepto ha sido objeto de críticas que le atribuyen falta de rigor (Williams, 1979), es fértil porque retiene y conjuga una serie de elementos centrales para pensar una relación articulada entre discursos, emociones y pensamientos, perceptibles y manifiestos a nivel de la vivencia personal pero aún no sedimentados como formación cultural de una sociedad.

Estamos hablando de los elementos característicos de impulso, restricción y tono; elementos específicamente afectivos de la conciencia y las relaciones, y no sentimiento contra pensamiento, sino pensamiento tal como es sentido y sentimiento tal como es pensado; una conciencia práctica de tipo presente, dentro de una continuidad viviente e interrelacionada [...] estamos definiendo esos elementos como una “estructura”: como un grupo con relaciones internas específicas, entrelazadas y a la vez en tensión. Sin embargo, estamos definiendo una experiencia social que se halla todavía en proceso, que a menudo no es reconocida verdaderamente como social, sino como privada, idiosincrásica e incluso aislante [...] Éstas son a menudo mejor reconocidas en un estadio posterior, cuando han sido [...] formalizadas, clasificadas y en muchos casos convertidas en instituciones y formaciones [...] Desde una perspectiva metodológica, por tanto, una “estructura del sentir” es una hipótesis cultural derivada de los intentos por comprender tales elementos y sus conexiones a partir de una generación o un periodo (Williams, 1997:155).

Impulso y restricción: conciernen al movimiento afectivo y a la norma que regula su presentación. Me valgo de las estructuras del sentir en su doble faceta, por la que el elemento subjetivo (impulso) se modula merced a la internalización de lo social (restricción). Como Williams sospecha, estas experiencias son vividas inicialmente como privadas; en ese plano hablamos de “emociones” que, en atención a estos dos mismos componentes, se transforman en “disposiciones para actuar” (Hansberg, 1996).3 Hay, en este sentido, una “gramática de las emociones”, entendiendo que éstas no se manifiestan “de cualquier manera”; antes bien, se exteriorizan según ciertas pautas socialmente aprendidas (Elias, 1987; Le Breton, 2002).

El examen de los impulsos es, fundamentalmente, dominio de la psicología; en cambio, las restricciones –los límites de lo permisible y lo indebido, los modelos internalizados, las pautas de comportamiento, las modalidades de expresión, los valores– son parte del patrimonio social. Y aún queda el huidizo asunto del “tono”, en el cual radica la peculiaridad del presente: es una característica de la cultura entendida en sus transformaciones históricas y en los rasgos que identifican su configuración en cada época.

Voy, entonces, a referirme a la estructura contemporánea del sentir,4 en relación con sus componentes socioculturales: tono y restricción. Comenzaré por señalar algunos perfiles de su tonalidad emotiva particular; en primer lugar, la justificación de las acciones en términos psicológicos y la expectativa de comprensión personal; luego, la narración autorreferencial, la exhibición de la intimidad y la revelación de los sentimientos. Esta segunda arista recorre algunos géneros y formatos de la cultura masiva.

Interrogaré también la modalidad que cobra la transmisión cultural en función de las “técnicas corporales” que modelan al sujeto a partir de un conjunto de prescripciones, y de los “procesos de identificación” que articulan la vivencia singular con los discursos sociales, tratando de establecer la relación comunicación/sujeto. Por último, intentaré establecer una línea que va de la emoción –singular– a la acción en la esfera pública, conjeturando potenciales pasajes del sujeto al ámbito social.

Al retomar el concepto de “estructuras del sentir” pretendo considerar no sólo lo que se dice sino también lo que se relega. La tonalidad emotiva establece las condiciones y los límites de la expresión; permite ciertas demostraciones subjetivas y acalla otras: el “tono” no supone el silenciamiento de los sentimientos sino la atenuación de algunos y el énfasis de otros.

 

La psicologización de las relaciones sociales

Microdiálogos recogidos en el transporte público

—No, el mío es el peor sector. Nunca te preguntan cómo estás, ni aunque vengas malísimo se interesan. Nadie quiere ir ahí.

—Mi jefa en cambio es de lo más atenta. Siempre se preocupa, nos pregunta cómo estamos, si estamos bien.

—Mi jefe no. Sólo una vez, porque había alguien presente y yo andaba con mala cara me preguntó qué me pasaba. Y yo ahí le dije: lo que me pasa es que estoy cansada de ser una simple agente.5

El anterior es un fragmento de conversación entre dos suboficiales de la policía. La demanda de la agente contrariada tenía que ver con no sentirse tratada como “persona” y con recibir órdenes de un superior que no se interesaba por sus sentimientos. Generalmente, la institución policial es caracterizada por su verticalidad, es jerárquica por excelencia y, en tanto se erige en “brazo de la ley objetiva”, prescinde de toda consideración subjetiva. De ahí que las expectativas de la suboficial resulten difícilmente inteligibles.

Aquí, como en cualquier otro haz de relaciones humanas, emerge una serie de expectativas relativas al trato esperado que incluye la consideración de la faceta humana, personal, afectiva del otro, aún cuando sea un subalterno. Lo inusual del caso tiene que ver con el espacio de manifestación y no con la pretensión de la agente; su aparición señala la propagación de una estructura del sentir nueva. Éste es uno de los rasgos que la distinguen.

 

Jóvenes en disputa

—Y yo ahí le dije: todo bien, pero...

El diálogo se desarrollaba en torno a una situación de estudio, en la que había dos posiciones encontradas. “Todo bien”, expresión típica de algunos adolescentes de sectores medios, anticipa la ausencia de inconvenientes. El “pero” la contradice. Debe entenderse esta paradoja como que “hay diferencias que no constituyen un conflicto”. ¿Por qué este anuncio? Se está dando respuesta a un imperativo, al mandato cultural de la tolerancia y la convivencia de las posiciones, aun cuando éstas diverjan. No hay antagonismos, no hay contradicciones.

Muchas veces esta modalidad de la relación ha sido confundida con la indiferencia. El diálogo, que repone la conversación mantenida con un tercero, prueba por el contrario que existe un interés, que la vivencia no ha sido baladí.

 

Estudiante alterado

—Perdone, maestra, no es que no haya estudiado, pero me pongo muy nervioso en los exámenes, me bloqueo.

Este tipo de justificación se escucha a diario en las aulas. Presupone que, en el momento de la evaluación, el maestro o profesor entenderá y justificará el silencio o la desconexión de las ideas, contendrá afectivamente al estudiante y lo ayudará a tranquilizarse y sentirse cómodo para que pueda desenvolverse adecuadamente. Aun en el caso de que nada de esto sea suficiente para facilitar su exposición, no juzgará duramente su desempeño dado que la consideración del examen conjuga tanto lo que se sabe como la situación en la que se está.

El argumento del alumno sirve de justificación porque da por sentado una “verdad” naturalizada en el sentido común que establece que el plano cognitivo depende del emotivo; está antes, en términos de importancia y es su condición de posibilidad; habilita o “bloquea”.

Las tres situaciones planteadas son reales y tienen en común que involucran a jóvenes: en el primer caso, se trata de dos mujeres entre 23 y 25 años; en el segundo, también dos mujeres de 19 y 20 y en el tercero, un varón de 18. Ellos expresan esta estructura del sentir emergente: una cultura nutrida por la divulgación de la psicología y reflejada hasta el hartazgo en los semanarios –y no únicamente en los destinados a las mujeres o a los jóvenes–, en los programas televisivos y radiales, en las conversaciones cotidianas, en los libros de management (Ampudia, 2006), en los textos destinados a la formación de educadores (Le Goff, 2009), en fin, en un sinnúmero de bienes simbólicos.

La “expresión de los sentimientos” manifiesta un requerimiento universal que no distingue géneros –ya no pertenece exclusivamente al dominio de “lo femenino”–: la afectividad se revela públicamente como una clave necesaria, si no imprescindible, de la existencia personal. Los afectos se vuelven, como los denomina Martucelli (2007), soportes confesables.6

Dejo aquí señalada, para retomar y ampliar en las conclusiones, la idea de que esta vinculación rompe con la hipótesis cultural de la posmodernidad entendida como exacerbación del individualismo narcisista y de la fragmenta-riedad social. La estructura del sentir que describo parece indicar la existencia de ciertos vínculos que incluyen a más de uno, cuando menos dos (la pareja) o aun más (los amigos). La diferencia fundamental es que se trata de agrupamientos reducidos, ligados por elementos subjetivos y no por relaciones formales u orgánicas (la familia, los vínculos laborales, el sindicato, el partido político).

A pesar de que esta estructura del sentimiento que parece alentar la proclamación de las emociones, no todas ellas son confesables. El enojo, la antipatía, el pesimismo e incluso la duda no están entre las emociones aceptadas. La modalidad propia de la cultura contemporánea impulsa el buen humor, la simpatía, el optimismo y la acción llana: el “tono” adecuado es el cool: placentero, fácil, relajado, sin problemas, integrable al conjunto, atemperado –ni demasiado frío ni demasiado caliente–, de moda, fluido, ligero. Hay en esta paleta algunos matices excluidos: aquellos que exteriorizan conflictos u oposiciones. Basta con echar una mirada a los manuales de empresa para constatarlo.

El “tono” no es una cuestión de detalle: marca con claridad la intensidad de las relaciones y la delgada línea de equilibrio que separa lo adecuado de lo inadecuado. Ser “simpático” no es una elección ocasional: es un mandato que gravita decididamente en la vida social, al punto de pesar tanto o más que la eficiencia en el ámbito laboral.

 

Educar las emociones: los nuevos “manuales de cortesía”

Veamos ahora la cuestión de las restricciones sociales. En relación con las emociones, el dato sociocultural aparece como un tipo de educación que incluye el aprendizaje de un conjunto de técnicas. Este saber tiene cierta trayectoria en el campo comunicacional, específicamente en lo que respecta a los llamados “códigos no verbales”, es decir, el sistema de convenciones corporales que regula las demostraciones afectivas (Winkin, 1984).

Llorar y reír parecen ser manifestaciones emotivas pero cuándo y cómo, con qué vehemencia y de qué, son parte de un delicado proceso de interiorización de las normas que modelan la expresividad humana (Mayol, 1999; Le Breton, 1999). Como toda pauta social, es objeto de un aprendizaje que cala mucho más hondo de lo puede parecer a simple vista, pues llega hasta el nivel de la sensación, fijando incluso el umbral de dolor soportable (Le Breton, 1995).

El “aprestamiento” que labra la anatomía humana es cultural y, como tal, público, accesible, conocido (Geertz, 1975) y dinámico: desde la perspectiva de Williams, la cultura está siempre en proceso. Esto supone que, aún cuando la estructura del sentir sea apenas emergente, existen vestigios aprehensibles en los discursos circulantes, como hemos visto en los fragmentos conversacionales precedentes.

Dado que la noción de aprestamiento implica una preparación cultural (Mumford, 1982), la transmisión de pautas asume un alcance mayor al de la interacción personal. Teniendo en cuenta que la estructura del sentir no está arraigada, que no constituye una formación, la búsqueda de huellas debería orientase a la exploración de discursos no legitimados, que plasmen la configuración en ciernes.

El siguiente es un párrafo extraído de un best-seller, La inteligencia emocional, que forma parte de un género largamente difundido aunque goce de poco crédito en los ámbitos letrados: hablo de la literatura de autoayuda.

La inteligencia emocional nos permite tomar conciencia de nuestras emociones, comprender los sentimientos de los demás, tolerar las presiones y frustraciones que soportamos en el trabajo, incrementar nuestra capacidad de empatía y nuestras habilidades sociales y aumentar nuestras posibilidades de desarrollo social (Goleman, 2004:16).

Este párrafo sirve tanto para señalar que las emociones son un eje clave de la estructura del sentir a la que refiero, como para indicar en qué sentido debe realizarse la normalización de la subjetividad (tolerancia a la frustración, capacidad de soportar presiones, empatía y sociabilidad).

Pero hay algo más: los libros de autoayuda no solamente expresan la estructura del sentir sino que contribuyen a su constitución: son tanto de índole expresiva como pedagógica, terapéutica y normativa; contribuyen a modelar la subjetividad que caracteriza a este momento de la cultura (Papalini, 2007).

Norbert Elias (1987) descubre agudamente que cierto tipo de libros tienen como finalidad el modelado de las emociones estableciendo una articulación entre las estructuras de la personalidad y las estructuras sociales. El “autocontrol” en el que los miembros de una sociedad son educados, es una de las realizaciones de los procesos de subjetivación –en palabras de Elias, de educación o de formación de la personalidad– y, por ende, una condición esencial para la constitución de una sociedad.

Los manuales de cortesía –ellos son los escrutados por Elias– regulan la actuación corporal mediante un método particular: el que imponen las “técnicas corporales”. El concepto surge de los trabajos de Marcel Mauss (1999) y designa la codificación de gestos y las modalidades de comportamiento que revisten una eficacia tanto práctica como simbólica.7

En tanto las técnicas corporales son transmitidas por la propia cultura como parte del proceso de socialización, no suelen ser objeto de una reflexión específica, pues forman parte de “lo que todo el mundo hace”. Cuando, en cambio, son aplicadas reflexivamente, constituyen un saber especializado: por ejemplo, la incorporación a las fuerzas policiales o al ejército requieren el aprendizaje de técnicas corporales especiales (Hathazy, 2006), al igual que el teatro o la danza.

En la vida cotidiana, estas técnicas facilitan la sincronización de las actuaciones colectivas; incluso en acciones aisladas, permiten adelantarse al curso de la acción y responder casi automáticamente con un movimiento acorde. Un ejemplo simple es el hecho de correr la silla para hacer espacio al que llega y busca dónde instalarse. El gesto espontáneo y aparentemente trivial expresa un pathos afectivo en el que puede identificarse la hospitalidad como una emoción altruista dirigida a acoger al recién venido y un ethos contrario al egoísmo.

En ocasiones, cuando no forman parte del aprestamiento cultural natu-ralizado, las técnicas corporales aparecen acompañadas de discursos legiti-madores. Los libros de autoayuda constituyen la suma del procedimiento y la justificación, tendiendo a ajustar las relaciones sociales, controlar las emociones e interiorizar ciertas pautas de acción. Describiré dos dispositivos de este tipo:8 el modelo de la respuesta cognitiva y el modelo de la armonización. Ambos tienen en común un rasgo propio de la estructura del sentir que intento describir: localizan en el sí-mismo la solución a todos los problemas.

 

El modelo de la respuesta cognitiva

Este modelo se basa en el trabajo sobre la inteligencia, asimilando el cerebro a la computadora. Las nociones de “esquemas cognitivos” y de automatización de conductas son dos de sus supuestos esenciales. En líneas generales, encumbran al ego y consideran a la autoestima como un “sistema inmunitario” que protege de las agresiones provenientes del mundo. La eficacia del modelo reposa en la posibilidad de introducir órdenes en el inconsciente,9 programándolo para que el sujeto dé respuestas instantáneas, sin mediación reflexiva. He aquí una explicación de ese procedimiento:

Aprenderá que tiene un “radar” en su mente, una especie de “espíritu-sirviente” al que es preferible decir conscientemente lo que debe hacer por usted en vez de dejarle que tome las riendas y haga cualquier otra cosa (Guilane-Nachez, 1998:67).

Aunque no es tema de este artículo, también interesa observar aquí una suerte de dualismo entre la conciencia (yo) y el inconsciente, un “otro”, un “sirviente” dentro de nosotros mismos que puede “jugar en nuestra contra”. Podría decirse que hay una partición entre cuerpo, conciencia e inconsciente, componentes que podrían activarse separadamente. En el próximo caso, aunque se reconocen también tres elementos –cuerpo, mente y espíritu–, la mirada es holística.

 

El modelo de la armonización

Este otro modelo supone algunas creencias muy en boga, tales como la armonía cósmica universal y la concepción energética del ser humano. El objetivo del dispositivo es que el sujeto sea parte de esta armonía existente, ordenando su mente a través de su espíritu y librándose de los pensamientos negativos.

A diferencia de las religiones tradicionales, no hay una intervención trascendental manifiesta, no hay milagros ni magia, aunque la manipulación de fases energéticas no visibles pueda asemejarse a un ritual religioso. La armonización supone que el sujeto haya logrado reflejar o ser parte del orden superior, por lo cual, también aquí, las soluciones deben buscarse internamente, en un trabajo autorreflexivo.

La Inteligencia que habita en usted es la misma que ha creado todo este planeta. Tenga confianza en su Guía Interior: le revelará todo lo que necesita saber (Hay, 1989:101).

Incluso el “guía interior” es el yo: es la parte más elevada del espíritu. Nuevamente, se trata del ego, en este caso con de una conciencia de sí de otro tipo.

Las técnicas corporales que acompañan a estos modelos trabajan sobre la respiración, la relajación, las imágenes mentales y la interiorización de mensajes, para lograr el apaciguamiento de las emociones, el pensamiento positivo, la autoestima y la resolución de los problemas.

Ni las técnicas ni sus propósitos son nuevos; existen antecedentes que conducen hasta las sectas griegas antiguas (Veyne, 1995; Hadot, 2002; Foucault, 2002). La comparación con ellas es útil para reconocer una de las particularidades del presente: la diferencia estriba en la falta de un maestro, es decir, de un otro que encarne la mirada del afuera. La relación se cierra para volverse autorreferente; en estos textos citados, el sujeto es relatado partiendo de la premisa de su autosuficiencia. Es como si se le indicara que debe conjugar sus emociones sólo en primera persona singular: yo.

Esta tendencia a la psicologización es explicada por Fernando Álvarez-Uría:

La noción de psicologización del yo no alude tanto al individuo autónomo, pretendidamente único y seguro de su singularidad, o al individuo con problemas mentales que acude a la consulta de un terapeuta, cuanto a un proceso de apertura en el interior de la subjetividad de una especie de subsuelo, de un alma entendida como fuente y raíz de todas las cosas, un principio vital inmaterial susceptible de ser explorado y analizado como si se tratara de un océano profundo y desconocido, una especie de terra ignota que es posible recorrer y cartografiar, un mundo íntimo que merece la pena explorar con sistematicidad hasta el punto de convertir la existencia del individuo en una especie de interminable inmersión en las profundidades del yo psicológico (Álvarez-Uría, 2004).

Aunque la predisposición a escrutar las regiones más inaccesibles del yo sea reciente, la inclinación a la individualización no lo es; se enlaza con la larga tradición del pensamiento liberal. Como veremos, la misma modalidad “psicologizante” se expresa en los discursos mediáticos. Pero quizá esta propensión no sea la única y tal vez su derrotero encuentre inflexiones impensadas.

 

Procesos de identificación: la articulación entre las emociones y los discursos mediáticos

En los materiales significantes y, sobre todo, en el lenguaje mediático, el sello personal es el contrapeso necesario a las gramáticas seriadas de la producción. El rostro, como seña personalísima, devuelve la singularidad rompiendo con la homogeneidad de los géneros y formatos estandarizados de los medios de comunicación masiva.

La crónica, la entrevista, la confesión, las bambalinas de la escena, cumplen con la consigna clásica de “encarnar” los acontecimientos en una identidad única, otorgando concreción al relato y “acercando” al protagonista (Tabachnik, 1997; Arfuch, 2002; Martínez, 2009). Gracias a este recurso de personificación, el receptor puede sentirse identificado.

¿Cómo se realizan los procesos de identificación que llevan a reforzar la estructura del sentir analizada? La modalidad de la representación colabora con la generación de afinidades y adhesiones. La imagen “realista” propia de los medios genera “efectos de verdad” (Verón, 1998), agita la sensibilidad y desencadena procesos de identificación más fácilmente y con mayor inversión emocional que la palabra.

La fotografía, el cine, la televisión, movilizan un orden de relaciones basadas en los afectos. Junto con la radio, apuntan a un reconocimiento fuertemente ligado al cuerpo –son “analógicos”, según McLuhan y Powers (1975)– y, en ese sentido, realizan la existencia representada en un rostro, una voz, una fisonomía singular, concitando una respuesta emocional: mueven a la compasión, a padecer con el otro, a participar de su sentimiento de cólera, su convicción o su sufrimiento.

Para examinar los procesos desencadenados en la cultura masiva, retendré la distinción entre símbolo e índice de Peirce que, como señala Caletti, “es, probablemente, más fértil que la que suele formularse como antinomia palabra/imagen” (2000:15). Lo simbólico fija un régimen de equivalencias universal y abstracto, en tanto el índice supone una relación empírica, situada.

Caletti le asigna siete rasgos distintivos: el índice no es un signo representa-cional, al modo del símbolo; se define en relaciones atadas al contexto (no es, por lo tanto, ni universal ni abstracto), apunta a relaciones de posición más que a conceptos, da cuenta de la “expresión” o de los “significados subjetivos”, es resistente a encadenamientos sintagmáticos; su lectura pone en juego esquemas interpretativos vinculados fuertemente a la experiencia y, por último, guarda una relación precaria con las operaciones de codificación. De estas propiedades surge la relación estrecha que mantiene con la emotividad del sujeto.

La aplicación del régimen de lo indicial no queda reservado a la imagen verista. Su fuerza como dato cultural consiste en que se extiende más allá de las pantallas para aplicarse a todo aquello que se realiza “en presencia”. Esto incluye los testimonios marcados por la fuerza ilocucionaria del sujeto presente, que abarca tanto el conjunto de significados desplegados en función de una intención como el impulso afectivo exteriorizado en el modo de la expresión.

El índice remite a la manifestación como expresión no totalmente simbolizada ni simbolizable: tiene un plus, deja restos que sedimentan en el inconsciente. Es la huella interpretada desde la experiencia.

Quisiera diferenciar “experiencia” de “acontecimiento”: mientras que la primera se refiere especialmente a la vida personal y forja la psiquis del sujeto, el segundo se registra en el plano social y tiene la capacidad de producir marcas colectivas. Ambas nociones tienen en común la ruptura de una serie vital –individual o social– y la resonancia afectiva. Esta disrupción emotiva implica, por un lado, la imposibilidad de su codificación completa y, como consecuencia, la generación de reverberaciones –fantasmas, fantasías– que prolongan sus efectos.

La cultura masiva no proporcionan experiencias sino pseudoexperiencias (Agamben, 2001), no construyen acontecimientos sino pseudoacontecimientos. En ambos casos, utiliza el molde conocido, recoge su retórica. Mucha literatura se aboca al análisis de la fabricación de los acontecimientos (Verón, 1983; Aubenas y Benasayag, 2001); en relación con la experiencia, en cambio, los trabajos existentes proporcionan una lectura centrada en la elaboración del mensaje “sensibilizador” y volcado al interior.

El campo de la recepción, el estudio de las maneras en las que se establece la identificación, es aún poco transitado. Es verdad que se trata de una transformación reciente, pero los medios masivos ya acogen esta disposición propia de la estructura del sentir emergente mediante la presencia de personas corrientes en sus escenarios en los talk-shows y los reality-shows y otras producciones basadas en la exhibición de la intimidad.

Las biografías cotidianas que se difunden no son “historias ejemplares”, no se trata de modelos a imitar que estén “más allá” del alcance de la mayoría. Expresan indiscutiblemente un cambio en los géneros discursivos que se alejan de las narrativas épicas y de los grandes personajes.

En la modernidad clásica, Clark Kent era la máscara que ocultaba al héroe y verdadero protagonista, Superman. El héroe estaba nítidamente enclavado del lado del bien, en lucha contra el mal. La idea de antagonismos, como vimos, es ajena a esta estructura del sentir, como también lo es la representación del bien y del mal: desde la trama psicológica se hace posible la comprensión de las condiciones, de la situación, de la significación subjetiva, que tiene sin duda muchos matices. Buenos y malos son reliquias de un pasado superado.

Las narrativas circulantes actuales sólo se interesan por las vivencias de Kent. Él representa a cualquiera de nosotros, a todos nosotros, a las vicisitudes de una vida poco gloriosa. Pero no in-significante: el espejo es reflexivo y permite un trabajo sobre el sí mismo.

 

¿Repliegue íntimo o acción colectiva? Compasión y orden público

Como veíamos al comienzo, para las teorías de la comunicación la relación entre medios y masas oscilaba entre la manipulación y el letargo. Sólo autores de férreo optimismo como Edward Shils y Daniel Bell consideraban que los medios de comunicación masiva servirían para incentivar una mayor participación ciudadana en la vida democrática, permitirían la evolución de la cultura brutal en una cultura media, repetitiva pero no violenta. Su confianza estaba cifrada en la información y la ampliación del acceso a los bienes culturales mediante su divulgación masiva. Ninguno de ellos imaginó que la emoción –y no la razón– podía enlazarse con el compromiso social (Bell et al., 1985).

Algunos desarrollos teóricos más recientes articulan la relación en otra clave, habilitando la consideración del sujeto como artífice de la sociedad y no sólo como su producto. Para Boltanski (1998), por ejemplo, la comunicación mediática –que incluye especial y necesariamente la exhibición del dolor humano– es desencadenante de la intervención en la esfera pública. La difusión de las situaciones dolorosas que afligen a los seres humanos actúa como catalizador de la acción solidaria; obliga al público, compuesto por sujetos anónimos y políticamente indefinidos, a tomar una posición.

Pero para que este momento se realice, es necesario que todos los individuos en red, entre los cuales todos los pasajes son en principio posibles, en el estado inicial, puedan disponer de la misma información, conocer las mismas causas. El carácter común de la información es constitutivo de la red (Boltanski, 1998:54; traducción propia).

Según Boltanski, el tránsito que lleva al espectador a convertirse en actor se desencadena a partir de la actividad de los medios y bajo un impulso fraterno que mueve a los miembros de una sociedad a volver la mirada hacia los otros. Boltanski propone que la proliferación de historias personales, de relatos biográficos o de voces individuales no implicaría necesariamente el encierro, la desconexión ni el desinterés.

La atomización social no acontece porque los seres humanos se vuelvan terminales de una red ni la vida parece efectivamente resolverse en relación con el contenido de una pantalla (Baudrillard, 1990). Los relatos biográficos y testimoniales, que revelan desgracias desigualmente distribuidas y de contenido diverso, son universales en tanto aluden a experiencias que todos los seres humanos tienen en común. En ese sentido, lo particular completa y realiza lo universal. La exposición del dolor mueve, según Boltanski, a la piedad.

Es necesario señalar la diferencia entre compasión, piedad y solidaridad según la perspectiva del autor, inspirada en la distinción que realiza Hannah Arendt (1992), para quien la compasión es un padecimiento acaecido ante ocurrencia puntual y frente a una persona en particular. Es la conmoción que produce el estado de un tercero; es una experiencia en estricto presente; por eso es difícil simbolizarla, volverla discurso. La compasión mueve a la acción: tender la mano, llorar con el otro, mitigar la herida.

La piedad, en cambio, es un sentimiento mediado por la virtud y ésta es parte de una moral cultivada socialmente. Permite tomar distancia de lo acaecido –un alejamiento que no es posible en un estado de emoción intensa– y por lo tanto, faculta la simbolización: implica un nivel de abstracción y generalización que excede al caso estricto. La piedad permite la transposición del sentimiento a la palabra.

El tercer término es la solidaridad. Éste es un concepto, un ideal universal: engloba a la multitud, el pueblo o la humanidad. Aunque esté inicialmente movida por la atención a los padecimientos, la solidaridad no es un sentimiento de amor; es un ideal mediado por la razón.

Si consideramos a la exhibición del sufrimiento como parte del régimen indicial, el tipo de emoción que los medios pueden movilizar en el receptor es, fundamentalmente, la compasión. La simple contemplación del dolor ajeno sin ninguna conmiseración se vuelve una perversión morbosa –que no es inconcebible ni anómala: sucede– que no puede ser comunicada.

El acceso a la intimidad ajena y la contemplación de la desdicha se vuelve exigente, obliga a tomar una posición ética: la responsabilidad sobre el otro, la respuesta a un semejante, es una demanda personal que no puede ser evadida. Sin embargo, como sugiere Susan Sontag, la sensación de incomodidad frente a la exhibición del dolor ajeno no implica que la acción instantánea sea la única respuesta posible (2003:136-137). A veces, la indignación moral es un primer movimiento emocional que puede a posteriori desencadenar acciones.

Hablo de las imágenes y los relatos en presente, aun cuando reflejen eventos distantes; hablo de personas corrientes o de personajes concretos; de testimonios propios o de declaraciones de los testigos de los acontecimientos. La distancia entre el lugar del suceso y el de su recepción es un impedimento parcial: lo único verdaderamente lejano es el pasado. La imagen histórica es menos indicial que icónica y, en este sentido, puede servir, como los monumentos, de memento mori (Sontag, 2003:139).

Los cambios en la configuración cultural contemporánea se hacen más evidentes en comparación con la figura emblemática de la modernidad. El mito del individuo autosuficiente que identificó al capitalismo moderno se materializaba en el emprendedor, el pionero viril resistente al cansancio, el conquistador. En esta representación –forzosamente masculina– la dimensión emotiva aparecía negada o, al menos, resultaba inconfesable. Todo parece indicar que este patrón está desapareciendo: develar los sentimientos es una cualidad propia de la estructura del sentir contemporánea.

El reconocimiento de la necesidad de otro, sin que esto se considere una abdicación de la autonomía personal, es un acontecimiento inédito en términos de la conformación de la subjetividad. Se trata de un sujeto que admite que no puede, y que no quiere, ser “solo”, y que descubre una apertura inédita: asumir el “ser-en-conjunto”.

La determinación de esta compañía también es inédita: no se trata de las comunidades “naturales” –naturalizadas– tales como la familia o la nación. El sujeto define un “nosotros” elegido del que depende su felicidad y su realización, en donde se ofrecen apoyos recíprocos. Este dato es un saludable viraje en relación con las narrativas heroicas que le exigen más de lo que puede dar y que lo impelen por caminos que están muy lejos de llevarlo a la dicha.

El tono en el que se expresan las emociones también es significativo: no son las pasiones desatadas, no es la animadversión ni la euforia. Cierto, las narrativas circulantes no tienen el brillo de los relatos épicos; se contentan con las vicisitudes cotidianas. Ganan, en cambio, en sensibilidad. Si la compasión complementa a la solidaridad, podremos tener la esperanza de una sociedad más fraterna. Como en todo proceso emergente, lo que advertimos hasta aquí es el brote que irrumpe sacudiendo la tierra.

 

 

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Notas

* Profesora-investigadora del Conicet-Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina [ Esta dirección electrónica esta protegida contra spambots. Es necesario activar Javascript para visualizarla ].

1 El término “cultura masiva” describe a la cultura común de las sociedades contemporáneas occidentales. Está marcada por –pero no se restringe a– la actividad de los medios y es afectada por procesos hegemónicos de mundialización.

2 Feeling puede traducirse de ambas maneras (y de hecho, en Marxismo y literatura aparece de las dos formas): como “sentir” y como “sentimiento”. El “sentir” aparece como un estado causado por una afección, su definición es más imprecisa que la de “sentimiento”, que supone la posibilidad de objetivación y de denominación de lo que se experimenta. Dado que la estructura del sentir es previa a una formación consolidada que haga posible una designación fija, prefiero, en este caso, traducir feeling como “sentir”.

3 “Podemos decir, entonces –indica Hansberg–, que las palabras ‘pasión’, ‘emoción’ y ‘afecto’ han servido tradicionalmente, en los textos filosóficos y psicológicos, para designar aproximadamente al mismo conjunto de estados mentales” (1996:12).

4 Ubico su emergencia avanzada ya la década de 1990, en respuesta a procesos culturales mundializados de origen occidental.

5 El microdiálogo trascripto corresponde a una serie de notas de campo denominadas “etnografías del colectivo”, que registran conversaciones espontáneas producidas en el transporte urbano de pasajeros de la ciudad de Córdoba, Argentina, en diversas líneas que recorren la ciudad atravesando zonas donde habitan tanto sectores medios y medio-alto, barrios obreros, “villas de emergencia”, asentamientos populares y áreas de viviendas construidas por el gobierno. Los registros se extienden desde inicios de 2008 a la fecha. Este diálogo corresponde a abril de 2009. El objetivo de estas notas no es producir generalizaciones sobre las culturas contemporáneas sino captar el “tono” –que resulta tan evanescente y huidizo– atendiendo a los giros lexicales y modismos lingüísticos. Los fragmentos conversacionales son registrados en cuadernos de campo. Si bien esta metodología no permite sacar conclusiones válidas, brinda en cambio material heurístico que permite desarrollar conjeturas y pistas de investigación.

6 Martucelli identifica cuatro tipos de soportes que sostienen al sujeto: los “soportes invisibles”, que son socialmente legítimos, como la sobreactividad; los “soportes estigmatizantes”, que son aquellos proporcionados por las instituciones y señalan la condición social de quienes recurren a ellos; los “soportes patológicos”, es decir, las adicciones; y por último los “soportes confesables”, que tienen como característica la reciprocidad: establecen un vínculo de complementariedad que no conduce a renegar de uno mismo.

7 La definición exacta designa como técnicas corporales a “las maneras en que los hombres, en cada sociedad, saben servirse de sus cuerpos de un modo tradicional” (Mauss, 1979:345).

8 Recreo el concepto de Michel Foucault, quien concibe al dispositivo como una conjunción de elementos heterogéneos que ligan saber y poder. El dispositivo es “de naturaleza esencialmente estratégica, lo que supone que se trata de cierta manipulación de relaciones de fuerza, bien para desarrollarlas en una dirección concreta, bien para bloquearlas, o para estabilizarlas, utilizarlas, etcétera” (1991:130).

9 En la programación neurolingüística se lo denomina “subconsciente”.


Cómo citar este artículo

PAPALINI, VANINA; "Conjugar las emociones: del “yo” al “nosotros” ". Revista Versión [en línea]. Junio 2011, No. 26. [Fecha de consulta] disponible en: http://version.xoc.uam.mx/index.php?option=com_content&view=article&id=25&Itemid=9 ISSN 0188-8242

 

 

Recibido en junio de 2009

Aprobado en septiembre de 2009

 

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