ISSN- 2007-5758

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Destino… El Cairo

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Flor de Líz Pérez Morales*

 

 

Un hombre gordo se acercó a mi hermana y a mí para preguntarnos si durante la espera queríamos café o refresco. En realidad  a mí se me antojaba la infusión porque deseaba escuchar los sonidos de las voces árabes que salían de la pequeña cafetería donde estaban los viajeros. Una amiga se sumó, cargamos con las maletas y caminamos rumbo a las mesas de tres sillas. Todo  se veía desvencijado, pero explotando en un mundo de sensaciones posibles de percibir en los olores y colores;  los rostros se surcaban con los pliegues de la vida,  sin embargo eran las pláticas las que llenaban de alegría los espacios; el habla de todos  era rápida, casi sin respirar, mezclas de muchos mundos. Los vendedores hacían un esfuerzo para ofrecer lo que tenían en las manos, cualquier baratija, en realidad cualquier cosa. Como en todos los lugares los comerciantes se  acercan, acechan,  persiguen y al final  te cargan con alguna compra para recordar, lo que sea capaz de envolver al turista.

El Cairo era mi destino final, la noche y la madrugada transcurriría bajo los sonidos nocturnos de las ruedas del tren.  En la espera del viaje mis ojos se quedaron fijos en los rumbos de la gente, la estación del tren de Luxor se movía con los vendedores ambulantes; como en las viejas películas  los vagones se distinguían en dos tipos de camarotes;  los de “todos”, lugares atiborrados con cajas y maletas unos encima de otros, y  los de “primera”, espacios reducidos que se amparaban en la privacidad de los usuarios, con vigilantes nocturnos que hacían el ir y venir en los pasillos intentando acoplarse  no sólo a los movimientos, sino a las distintas lenguas de sus pasajeros.

Aunque el  transcurrir del tiempo no era tan lento a mí me lo parecía. La gente caminaba como un pasaje sosegado  que no quiere  hacer su recorrido, sólo entendía que la vida pasaba porque los sonidos si se deslizaban erráticos en mis oídos.

Al otro lado de las vías  estos ojos míos lo vieron a él, fue sólo un instante, su espera parecía más prolongada que la mía… era como de años. La piel arrugada y cubierta con la túnica negra y el turbante blanco en la cabeza exploraba la soledad, la nada, la ausencia del cuerpo. El viejo alzó sus pies y se acurrucó en la banca de madera de los pasajeros que esperan. Su rostro volteó sin rumbo, mirando las luces en el  ir y venir. En el suelo aguardaban las sandalias de plástico ya gastadas, como si todavía llevaran la arena de Asuán, el imperio del Alto Egipto. Una bolsa pequeña de nylon  lo acompañaba en la banca. Me dio escalofríos, me llenó de angustia oler el dolor y la pesadumbre, palpé   la transpiración de su cuerpo que también era la mía, las palabras retumban en mis oídos cuando recordaba las faraónicas  ciudades;  era otro mundo, uno incongruente, alejado del paraíso del viajero, pero cercano al hombre, a cualquiera que sabe no sólo de la pobreza, sino de la soledad. En tantas cosas yo sentía la complejidad de mis propios sentidos;  de mi padre muerto, del amor infiel y lejano, de las lluvias torrenciales,  de mi vida en otro lugar. El viejo no se definía con esas letanías vertidas a los turistas de paso como yo, sino con el sudor de una tierra como la mía. Era una piel amarga, que aspiraba la fetidez de la vida  en la miseria, del silencio de un hombre que me hacía consciente de mi misma. Las lágrimas querían salir pero sentía pena de llorar por eso. No lo hice. Me atraganté en esos instantes, justo en el momento en que el otro hombre, el gordo, nos anunció la llegada de nuestro tren rumbo a El Cairo; subimos confundidas y agitadas con el peso de las maletas.

Ya solas en nuestros camarotes cenamos, nos lavamos los dientes y nos  quitamos algo de ropa para dormir.  Yo dejé en el piso mis alpargatas sucias, colgué mi bolsa de mano al lado del camastro,  abrí la cortina de la ventana para poder  ver las luces del viaje y las siluetas de las mezquitas pegadas en las sombras y también para escuchar la noche; me acurruqué, tapé  mi cuerpo… y sin querer comencé a llorar y a olvidar.

 

 

 

 

* Flor de Líz Pérez Morales. Licenciada en Comunicación Social (UAM-X), Maestra en Docencia (UJAT) y Profesora e investigadora de Comunicación en la UJAT. Entre sus publicaciones se encuentran: De la historia oral al periodismo literario. Una vía de aproximación a la enseñanza del oficio (2004) y los ensayos Explorador de identidades (2005) y Al encuentro del oficio periodístico (2009), Coordinadora de Mar de Historias para Contar. Compilación de narraciones ambientales (2010) y el cuento Mariposas en el tiempo (en prensa). Correo electrónico: Esta dirección electrónica esta protegida contra spambots. Es necesario activar Javascript para visualizarla

 

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